La cocina asturiana ha perdurado hasta hoy porque ha sabido preservar lo mejor de su tesoro culinario, trasmitiéndolo, como legado, a través de las generaciones. No puede decirse lo mismo de la gastronomía asturiana, que carece de tradición y casi de muestras hasta época bien reciente. El asturiano dejo poca constancia escrita de lo que comía, sólo es posible la noticia de algunos alimentos típicos del pueblo rural, perdida casi siempre en textos ya clásicos y de carácter distinto del gastronómico. Hay una cocina asturiana más tradicional, creada al calor del llar, de las llareiras en las que los potes de fierru o de cobre se volvían pronto negros como el humo. Es la cocina más hondamente astur, la que lleva genes norteños y acaso parentelas celtizantes, por qué no. Sus platos tienen connotaciones casi de otros siglos, huelen a valle húmedo y brumoso, a noche fría y a jornada laboriosa: es la primera ola de la cocina asturiana, de antes de la industrialización que la hulla trajo a la región a partir, sobre todo, del siglo XIX. Sus señas de identidad se llaman boroña, fariñes (también farrapes), rapón, neno, pegarata, formigos y tantos otros que el gusto de hoy difícilmente aceptaría. Parece obvio que los platos más originales de cada región o zona van inseparablemente unidos a sus materias primas alimentarias más relevantes. En este sentido, las feraces tierras asturianas han sido tradicionalmente la mejor base para una huerta rica: patatas, cebollas, ajos, lechugas, pimientos, berzas, repollos… Aunque más destacables sean los arveyos (guisantes), los fréjoles (vainas o judías verdes) y en especial las fabes (judias de grano blancas). Estas son ingrediente fundamental del más universal plato Astur, la Fabada.